domingo, mayo 23, 2004

por Oriol Lloret Albert

"La democracia no es un fin en si mismo, es un medio para la convivencia". Esta frase aparece en este artículo de La Nación en el que se revisa el último libro de JL Cebrián, que aunque no es santo de mi devoción, en este caso acierta de lleno en lo que es la democracia. Muy recomendable.

Nuevo populismo: la democracia como ideología

En El fundamentalismo democrático (Taurus), el español Juan Luis Cebrián
critica a aquellos que consideran la democracia un fin en sí mismo y no un
medio para la convivencia

El término fundamentalismo atañe, primordialmente, a las convicciones de los
seguidores de las religiones monoteístas cuando, por su propia naturaleza,
se convierten en intolerantes e intransigentes. Esa intolerancia conlleva un
deseo apostólico inherente a todo aquel que está convencido de poseer la
verdad. Si uno es dueño de la palabra de Dios, ¿cómo no querer transmitirla
a los otros?, ¿cómo no tratar de imponérsela, a veces incluso por la fuerza,
si con ello ha de producirles la felicidad eterna? Pero hay otro tipo de
fundamentalismo más benigno, relativo a aquellas corrientes filosóficas que
aseguran que el conocimiento, como tal, tiene unos fundamentos últimos,
sobre los que reposa el resto de los saberes, igual que un edificio necesita
cimientos para poder elevarse. De ahí se deriva el reduccionismo, del que
los comunistas, y la izquierda en general, han hecho gala con frecuencia,
pero que es aplicable a cualquier ideología. El reduccionismo es, pues, una
forma de fundamentalismo y la comprensión de la democracia, o las normas que
de ella se derivan, no se ha mostrado inmune a esa enfermedad. Una
consideración reduccionista tiende a describir la democracia única o
primordialmehte como el gobierno de la mayoría, ignorando muchos otros
aspectos, tan fundamentales o más, del sistema, como la igualdad ante la
ley, el derecho de las minorías o el respeto a las libertades individuales.
El argumento del apoyo mayoritario de la población, sin ninguna otra
consideración al respecto, ha sido muchas veces enarbolado por los regímenes
autoritarios como justificación de su propia existencia, y ha acabado
minando los sistemas políticos de las democracias jóvenes.

Mientras el fundamentalismo tiene por referencia última la verdad, revelada
por Dios o establecida por los hombres, la democracia es un régimen que huye
de las doctrinas y se construye sobre opiniones. Esto es algo mal
comprendido por los espíritus autocráticos. Cuando José Antonio Primo de
Rivera, fundador de la Falange Española -partido fascista vencedor en la
Guerra Civil-, se burlaba de que las urnas pudieran llegar a decidir sobre
la existencia de Dios, no hacía sino poner de relieve su ignorancia acerca
del concepto de la democracia misma. La regla de la mayoría no concede en
ningún caso el conocimiento de la verdad, sino la legitimidad y el derecho
para gobernar a un conjunto de individuos. Es el mundo del derecho, el
universo de la norma, lo que caracteriza a los regímenes democráticos:
aquellos, como dice Norberto Bobbio, en los que los ciudadanos se reconocen
a sí mismos en tanto que los únicos autorizados a establecer las reglas que
los obligan, y no están dispuestos a aceptar ningún otro tipo de
limitaciones. La democracia se basa en el consenso social que es, por su
propia condición, mudable. Lincoln la definió como el Gobierno del pueblo,
para el pueblo y por el pueblo, significando así que es la voluntad de éste
expresada en las urnas -un hombre, un voto- la única fuente legítima del
poder. En eso consiste, precisamente, su soberanía.

Vista desde ese ángulo, la democracia no puede ser una ideología, pues
admite en su seno una pluralidad ideológica infinita, con tal de que todas
sean respetuosas con la norma autoproclamada por la comunidad. Eso facilita
que ideologías antidemocráticas puedan nacer y desarrollarse sin dificultad
en el seno de regímenes que respetan y promueven las libertades, aunque
parezca un contrasentido. Las ideologías tienden a establecer una relación
del hombre con algún tipo de verdad, definen un mundo más cerrado cuanto más
perfecta es la construcción del pensamiento que lo sustenta y, por laxas que
sean, acaban convirtiéndose en excluyentes. La democracia vive del consenso,
de hecho constituye un método para conseguir éste, y no puede permitirse el
lujo de exclusión alguna, fuera de las establecidas por la ley. Por eso es
incompatible con la idea de que el fin, si es bueno, justifica los medios,
porque la bondad reside en el método de actuación antes que en lo excelso de
lo actuado. La democracia política no garantiza en absoluto un buen
gobierno, ni es ésa su misión, sino la de asegurar que el poder,
cualesquiera que sean sus cualidades o defectos, emana directamente de la
voluntad de los ciudadanos.

Cabe preguntarse cómo es posible hablar de un fundamentalismo democrático,
cuando parecen términos tan contradictorios entre sí. No pretendo con ello
hacer ninguna aportación a la ciencia política, sino sólo describir
actitudes, comportamientos y gestos que, invocando las libertades, amagan
con sofocarlas. Fundamentalismo y democracia son, desde luego, vocablos que
casan bastante mal, aun si el diccionario puede ser benévolo también en esta
ocasión. El fundamentalismo, como hemos visto, es de origen religioso,
preconiza la interpretación literal de los textos sagrados y su estricto
cumplimiento. Por extensión, podemos aplicar el mismo calificativo a
aquellas corrientes que pretenden aplicar de manera ortodoxa la doctrina de
un partido político, y aun ejercer del mismo modo la acción pública. Según
dicha consideración, fundamentalista es, en realidad, todo aquel que
entiende que existe una única manera de ser, y una única manera de hacer
para una única manera de pensar. Un intento de comprensión nos puede llevar
a suponer que este fundamentalismo responde a un afán bienintencionado de
perfeccionismo, a un esfuerzo para hacer coherente lo que se vive con lo que
se piensa o cree, y eso obligaría a no alejarse ni un ápice en la acción
respecto a los principios que la inspiran. Esta actitud ingenua resultaría
casi inane si no se complementara con la mucho más inquisitiva de tratar de
convencer al otro, o de dirigir al otro por la senda adecuada, apartándolo
del error en el que se halle sumido, independientemente de si, en ese
empeño, han de usarse métodos más o menos coactivos, más o menos violentos.
Un fundamentalista es, en definitiva, un integrista, alguien tan convencido
de que tiene la razón que está dispuesto a imponerla a los demás, para el
bien de ellos, y que no ha de reparar en métodos a la hora de hacerlo.

La democracia, en la forma en la que la conocemos actualmente, tiene sobre
todo que ver con el triunfo de la razón y del positivismo científico frente
a la organización teocrática o mágica de la convivencia. Pero, en los
últimos años, ha sido posible descubrir la existencia de una nueva teología
del poder, en donde la Trinidad divina se reviste de ropajes naturales para
hacerse más acomodaticia a la moda imperante, sin perder su capacidad de
misterio, de arcano y de trascendencia. La inefabilidad ha sido siempre
campo propicio para el desarrollo de sacerdotes y nigromantes, mientras que
el don de la palabra constituye la piedra angular de nuestra civilización.
La Ilustración fue, primordialmente, una revuelta del habla, del logos,
contra el silencio del poder, un proyecto de convivencia basado en la
racionalidad y en la duda, en las capacidades de conocer del hombre, pero
también en sus potencialidades de yerro. La democracia de nuestros días,
heredera lejana del movimiento de los ilustrados, se aparta con peligrosa
insistencia de los senderos de la duda, para revestirse de certezas cada vez
más resonantes: mercado, globalización, competencia, son conceptos que
describen esa nueva realidad en la que, finalmente, las diferencias entre
tecnocracia y teocracia resultan simplemente alfabéticas, pues se reducen a
dos consonantes.

Cuando Silvio Berlusconi tomó posesión como presidente de turno de la Unión
Europea, para hacerlo con mayor dignidad que la que le prestaba su historial
ante la justicia italiana, logró que el Parlamento le concediera inmunidad
mientras ocupara el sitial de primer ministro. Molesto por las críticas de
un diputado socialdemócrata alemán que le afeaba semejante proceder, le
espetó una desabrida respuesta en la que vino a decir que, si en Italia se
rodara una película sobre la II Guerra Mundial, el diputado en cuestión
podría hacer de figurante en su papel de kapo nazi. Llamó mucho la atención
que un aventurero de la industria del entretenimiento, que ha llenado de
basura la televisión de varios países, actuara con tal jactancia, en un
obvio intento de determinar quién es más o menos demócrata en el panorama
internacional. Una de las características más notables del fundamentalismo
democrático y de quienes lo practican resulta, sin embargo, su afición a
extender carnets de democracia a troche y moche, a establecer por sí mismos
la nómina de los militantes por la libertad (...) El propio José María
Aznar, en el transcurso de apenas quince años, pasó de ser detractor de la
Constitución española a convertirse en supuesto paladín de su defensa. Lo
que me interesa resaltar no es tanto lo sospechoso de esas actitudes, como
la frecuencia con que los fundamentalistas democráticos tienden a
convertirse en verdaderos oráculos del sistema de convivencia que los ha
llevado al poder. Para ellos se trata de apadrinar una ideología, no un
método, por lo que la distinción entre éste y los fines tiende a palidecer
en sus análisis. Ya Bertrand de Jouvenel alertó contra lo que él llamaba la
democracia totalitaria, poniendo de relieve las tendencias autónomas de
crecimiento que todo poder experimenta. Es difícil aceptar la idea de que
las democracias pueden concentrar un poder mayor que el de los absolutismos,
puesto que aquéllas presuponen una mejor distribución, difusión y reparto
del poder, pero los fundamentalistas democráticos son, en cualquier caso,
principales aliados de las corrientes totalitarias o totalizadoras de los
poderes públicos, ya que garantizan una coartada electoral respecto a sus
decisiones. Cuando los dirigentes y los líderes de opinión abandonan el
relativismo de sus convicciones para adentrarse en definiciones cada vez más
rotundas de los valores sociales que dicen defender, la democracia,
convertida en ideología, comienza a perder sus características de sistema
dialéctico y cuestionable, para arrimar vicios y formas de una nueva y sutil
esclavitud. Las cadenas de antaño se ven sustituidas por las convenciones de
ahora, núcleo esencial de lo que ya ha venido en denominarse political
correctness o corrección política. ¡Misterios del idioma!, pues, de esta
forma, describe no una realidad que merece corregirse, como podríamos
inferir de la proposición, sino otra que, por naturaleza, es absolutamente
incorregible.

Las encendidas soflamas aznaristas, tratando de convencer a los electores
españoles de que la intervención militar en el Golfo se debió al deseo de
erigir un régimen parlamentario en la zona, no han logrado todavía despejar
la duda sobre si es lícito y posible establecer una democracia por la
fuerza. No lo hicieron porque quienes las entonaban consideran la democracia
como un fin, como un objeto a conseguir, antes que como un sistema de
organizar la convivencia. O la democracia política -previa a esos otros
conceptos de democracia social y económica, como muy bien ha explicado el
profesor Sartori- se construye sobre el consenso de la población, o se
convertirá en una mera apariencia, en una simulación, en un engaño.

Una de las primeras cosas que cualquier buen demócrata debe preguntarse es
hasta dónde es aplicable su concepción sobre la igualdad ante la ley en
países de tradiciones contrarias a ese principio, y qué es preciso hacer
para lograr la evolución o, si preciso fuera, el seísmo cultural que
faciliten el contrato social sobre el que se basa todo régimen de
libertades. Los representantes del fundamentalismo democrático piensan que
su sistema es un bien exportable porque ignoran que no es un bien en sí
mismo, sino algo que emana del reconocimiento efectivo de los derechos
individuales de la persona. Al hacer de la democracia una ideología,
pretenden investirse de su condición de apóstoles de la misma, y son capaces
de emprender la más sangrienta de las cruzadas en nombre de la libertad.

Los fundamentalistas no lo serían, por lo demás, si no creyeran que con sus
actos responden a una llamada divina, si no estuvieran convencidos de que
efectivamente tienen una misión que cumplir. Muchos de quienes han hablado
con el presidente Bush en la intimidad comentan que éste no se recata a la
hora de reconocer que su curación de la dipsomanía, después de haber llevado
una vida frívola y disoluta, constituyó para él una auténtica caída del
caballo en su particular camino hacia Damasco que, paradójicamente, lo ha
conducido hasta Bagdad. También un antiguo ministro de Aznar, tras acudir a
visitarlo al hospital el mismo día en que sufrió un atentado de ETA, del que
salió milagrosamente ileso, me confesó que el entonces jefe de la oposición
española se mostraba convencido de que se había salvado por intervención
divina. Sin duda, tenía un encargo que cumplir en esta vida.

El comportamiento mesiánico de los fundamentalistas democráticos hace que
frecuentemente se deslicen hacia el populismo y la demagogia, descaros que
mucho tienen que ver con el autoritarismo.
http://www.lanacion.com.ar/suples/enfoques/0421/sz_601493.asp